Pasaron los días y los kilómetros se hacían inmensos. Yo intentaba esconder el miedo, sorprender con secretos; este tormento vacío de perder sin ni siquiera tener, este deseo ahogado de luchar. Y por las noches esperaba, terco; con la idea majadera, una ilusión intacta. Soñaba con oler en la memoria, escuchar en el descanso; el vacío eterno que se llena con ternura; pero no, la distancia era mucha, era necia.
Tantas horas, la misma luna. Yo, buscaba estrellas, olvidaba lo aprendido. Quise por un instante regalarle un secreto a la noche, pero el frío, como siempre, no me dejaba pensar. Entonces escribí tu nombre en la arena, para nunca olvidarte; y cada noche, el reflejo en la luna; tu recuerdo y mi sonrisa serán eternas en el paisaje. Sí, duermo con tu olor grabado en mi piel; como estos párrafos y este papel.
Voy contando los pasos, repasando las heridas; el resultado, con dolor, sigue indistinto; decir adiós es diferente a sentirlo. Puede que siga estancado en la terquedad, la más ingrata de las realidades, un desfase de tiempos que asesina, que no encuentra respiro. Podría, lo sé; pero esto no se resume en uno, sino en dos. Podría, tal vez.
Con la fuerza desgastada me dispongo a intentar en el intento. Si pudiera, haría un bosquejo; solo grises del momento, solo historia sin detalles; y me sentaría cada tarde a inventar colores, a esconder sorpresas. Como tantos párrafos que ahora tienen un mismo nombre; como este sueño camuflado en sonrisa y que empaña mis ojos. Ahí, el tiempo, con mismo ritmo pero distinta apariencia, juega a olvidar y recordar, a ser irónico sin vacilar.
El sueño sigue intacto, fuerte; respirando besos, caricias. La ilusión no se apaga, toma fuerza. No hay que perder de perspectiva el objetivo, la razón de levantarnos por la mañana. Ese impulso que, sin entender realmente, nos roba una sonrisa natural, un suspiro que refresca. Y se convierte en una forma simple de atrapar puñados de felicidad, para sonreír en la tristeza y luchar hasta el final.