Cuando abrí los ojos sentí que me asfixiaba y la desesperación sencillamente me arrebató la tranquilidad de mis pensamientos. Yo solo trataba de detenerme a pensar qué era lo mejor, pero no podía respirar. Ya el agua estaba tocando mi cuello y mi cabeza estaba chocando con el techo de aquella habitación inundada.
Son esos segundos eternos que se dilatan conjuntamente con el estrés de no saber qué hacer. Es la impotencia de unas manos amarradas y unos pies encadenados; una válvula que derrocha litros de agua por segundo. Pero ¿qué podía hacer? Era el único pensamiento que lograba colarse en aquel momento. Y por más que analizaba aquella situación sencillamente no entendía cuáles eran mis posibilidades.
Fue entonces cuando cerré los ojos y detuve el pataleo incesante y obstinado de mis pies, y sencillamente dejé que el agua cumpliera su objetivo. Y ahí pasó lo que jamás pensé que iba a pasar. Abrí los ojos y estaba en otro lugar. No era un lugar cualquiera; era aquél sitio que había visto varias veces en mis sueños desde niño. Un lugar que sólo yo conocía.
No era un lugar cualquiera. Era un lugar repleto de magia; colores, sonidos. Ante todo, era un lugar donde la tranquilidad hacía malabares con la calma del vieto al amanecer; un lugar donde la paz se disfrazaba de juglares que hacían música con el sonido del río chocando con las piedras; donde la cordura inflaba globos con sabor a sensatez.
No era un lugar cualquiera. Aquél lugar era un reflejo en el reojo de la felicidad, cuando se tiñe de colores la tristeza y juega a las escondidas con el amor. Era un destello de luz que iluminaba la frente del coraje, encandilandole la vista a la locura. Y sobre la colina en el horizonte se distinguían dos colores que parecían mezclarse con el cielo; como si este sueño tuviera dueño.
Fue cuando pensé. Y sentado frente al mar, cobijado por el calor con ese olor a arena, cerré los ojos y de fondo escuché el sonido de las olas tercas; el canto de las aves eran como el coro de un silencio inexacto; y de acompañamiento dos ardillas correteandose entre ellas. Era la fantasía expresada en sonidos; el entierro de toda preocupación, como quien juega a construir castillos de arena.
Sin darme cuenta solo me dormí, y fue en ese preciso momento cuando miré hacia arriba y el agua llegaba hasta el techo, sentí un ligero intento de la desesperación por acapararme, pero entonces cerré los ojos. Desperté, y el atardecer se pintaba de anaranjados y fucsias, el sol parecía ser devorado por el horizonta y el mar. En ese instante noté lo que nunca había notado. Aún sin el sol, todavía había luz.
Claro. Aún cerca de anochecer existe luz. Y cuando la luz esta presente muy probablemente sirva de guía; aquella luz despues de haberse ido el sol me guío. Abrió mis ojos y acabó con mis paradigmas, entonces caminé por la arena, y en cada huella que quedaba atrás le daba nombre de dolor, recuerdos que hieren la cordura y terminan por asesinar cualquier potencial futuro.
Cuando llegué al final, cansado de tanto caminar, pero ligero de tanto dejar, me acosté en la arena. Dormí. Los gritos de doctores y enfermeras tratando de resucitarme se escuchaban a metros de mí, pero poco a poco se fueron acercando. Abrí los ojos, y al lado de la sala de emergencias en la que me encontraba, como asomandose por la ventana tres personajes:
un malabarista, un juglar y un payaso; con una sonrisa que parecía calcada en los tres...
Son esos segundos eternos que se dilatan conjuntamente con el estrés de no saber qué hacer. Es la impotencia de unas manos amarradas y unos pies encadenados; una válvula que derrocha litros de agua por segundo. Pero ¿qué podía hacer? Era el único pensamiento que lograba colarse en aquel momento. Y por más que analizaba aquella situación sencillamente no entendía cuáles eran mis posibilidades.
Fue entonces cuando cerré los ojos y detuve el pataleo incesante y obstinado de mis pies, y sencillamente dejé que el agua cumpliera su objetivo. Y ahí pasó lo que jamás pensé que iba a pasar. Abrí los ojos y estaba en otro lugar. No era un lugar cualquiera; era aquél sitio que había visto varias veces en mis sueños desde niño. Un lugar que sólo yo conocía.
No era un lugar cualquiera. Era un lugar repleto de magia; colores, sonidos. Ante todo, era un lugar donde la tranquilidad hacía malabares con la calma del vieto al amanecer; un lugar donde la paz se disfrazaba de juglares que hacían música con el sonido del río chocando con las piedras; donde la cordura inflaba globos con sabor a sensatez.
No era un lugar cualquiera. Aquél lugar era un reflejo en el reojo de la felicidad, cuando se tiñe de colores la tristeza y juega a las escondidas con el amor. Era un destello de luz que iluminaba la frente del coraje, encandilandole la vista a la locura. Y sobre la colina en el horizonte se distinguían dos colores que parecían mezclarse con el cielo; como si este sueño tuviera dueño.
Fue cuando pensé. Y sentado frente al mar, cobijado por el calor con ese olor a arena, cerré los ojos y de fondo escuché el sonido de las olas tercas; el canto de las aves eran como el coro de un silencio inexacto; y de acompañamiento dos ardillas correteandose entre ellas. Era la fantasía expresada en sonidos; el entierro de toda preocupación, como quien juega a construir castillos de arena.
Sin darme cuenta solo me dormí, y fue en ese preciso momento cuando miré hacia arriba y el agua llegaba hasta el techo, sentí un ligero intento de la desesperación por acapararme, pero entonces cerré los ojos. Desperté, y el atardecer se pintaba de anaranjados y fucsias, el sol parecía ser devorado por el horizonta y el mar. En ese instante noté lo que nunca había notado. Aún sin el sol, todavía había luz.
Claro. Aún cerca de anochecer existe luz. Y cuando la luz esta presente muy probablemente sirva de guía; aquella luz despues de haberse ido el sol me guío. Abrió mis ojos y acabó con mis paradigmas, entonces caminé por la arena, y en cada huella que quedaba atrás le daba nombre de dolor, recuerdos que hieren la cordura y terminan por asesinar cualquier potencial futuro.
Cuando llegué al final, cansado de tanto caminar, pero ligero de tanto dejar, me acosté en la arena. Dormí. Los gritos de doctores y enfermeras tratando de resucitarme se escuchaban a metros de mí, pero poco a poco se fueron acercando. Abrí los ojos, y al lado de la sala de emergencias en la que me encontraba, como asomandose por la ventana tres personajes:
un malabarista, un juglar y un payaso; con una sonrisa que parecía calcada en los tres...
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