Esta no es la historia de simplemente una persona. Fue alguien que cambió el mundo de muchos. Se convirtió poco a poco en todo un héroe y dedicó su tiempo a repartir sonrisas.
No hablo tristemente de un típico superhéroe, ni mucho menos de alguien que le gusta llamar la atención; hablo de un negociador de alegrías, un mago a la hora de curar las heridas.
Su arma no era tan potente, pero hacía doblegar a cualquier contrincante; su escudo tenía por bandera la imagen pintada de un antiguo poeta, de un artista del corazón.
Sus canciones, las que eran parte de su conquista, tenía rimas de coraje; sus canciones se encargaban de apuñalar con sorpresas a todo aquél que se interpusiera en su meta.
No dormía por las noches; solo soñaba, imaginaba y compraba carcajadas, a precios tan bajos que eran accesibles a todo el gigante mercado; desde los más pobres hasta los más favorecidos.
Muchos se rindieron ante su presencia; aquél rostro tenía tatuada una sonrisa y reflejaba como espejo en todas las personas, parecía una extraña pero exquisita manera de arrebatar risas a todas las personas.
Muchos lo tildaban de ladrón, por la absurda razón de robar a todos los miedos del corazón, y dejar desnudas las ideas y que escaparan de tantas mentes encarceladas.
No quiero creer que para todos aquellos que hoy leen los recuentos de su vida, crean en malinterpretar las formas que le movían.
Recuerdo cómo cada noche tomaba aquél vino, y cerrando los ojos parecía despertar; hablaba y hablaba toda la madrugada, y cuando despertaba rompia a carcajadas.
Ese arte tan úncio y especial, de acabar para siempre con la tristeza y el mal, le convirtió poco a poco en lo que un día soñó; le convirtió poco a poco en lo que un día imaginó.
Siempre andaba descalzo, pues decía que era la mejor forma de sentir, y que aquella persona que no sintiera estaría condenada a sufrir.
Por eso corría todas las mañanas, con los pies desnudos; corría a orillas del lago, corría por la tierra y el lodo, corría por las espinas: nunca se desvió de su camino.
Su ideal era que todos siguieran su ejemplo. Encontrarse en pleno contacto con nosotros mismos era la filosofía que siempre intentó propagar en todo lado donde llegaba a charlar.
Una tarde, recuerdo aquella tarde de Diciembre, enfermó fuertemente. Su mirada parecía apagada, y su semblante deslumbraba preocupación.
Más que temer por simplemente avanzar, temía dejar su trabajo atrás y no poder seguir luchando; detestaba la idea de no poder volver a correr.
Aquella noche, al final del mes, me pidió que me acercara. Casi en susurros, pues era la única forma de expresarse, me recitó un pedazo de un poema que hacía muchos años había escrito.
Sería mentir si les dijera que recuerdo cada estrofa, pero sí recuerdo los últimos versos que en su lecho de muerte me recitó, decían masomenos:
No hablo tristemente de un típico superhéroe, ni mucho menos de alguien que le gusta llamar la atención; hablo de un negociador de alegrías, un mago a la hora de curar las heridas.
Su arma no era tan potente, pero hacía doblegar a cualquier contrincante; su escudo tenía por bandera la imagen pintada de un antiguo poeta, de un artista del corazón.
Sus canciones, las que eran parte de su conquista, tenía rimas de coraje; sus canciones se encargaban de apuñalar con sorpresas a todo aquél que se interpusiera en su meta.
No dormía por las noches; solo soñaba, imaginaba y compraba carcajadas, a precios tan bajos que eran accesibles a todo el gigante mercado; desde los más pobres hasta los más favorecidos.
Muchos se rindieron ante su presencia; aquél rostro tenía tatuada una sonrisa y reflejaba como espejo en todas las personas, parecía una extraña pero exquisita manera de arrebatar risas a todas las personas.
Muchos lo tildaban de ladrón, por la absurda razón de robar a todos los miedos del corazón, y dejar desnudas las ideas y que escaparan de tantas mentes encarceladas.
No quiero creer que para todos aquellos que hoy leen los recuentos de su vida, crean en malinterpretar las formas que le movían.
Recuerdo cómo cada noche tomaba aquél vino, y cerrando los ojos parecía despertar; hablaba y hablaba toda la madrugada, y cuando despertaba rompia a carcajadas.
Ese arte tan úncio y especial, de acabar para siempre con la tristeza y el mal, le convirtió poco a poco en lo que un día soñó; le convirtió poco a poco en lo que un día imaginó.
Siempre andaba descalzo, pues decía que era la mejor forma de sentir, y que aquella persona que no sintiera estaría condenada a sufrir.
Por eso corría todas las mañanas, con los pies desnudos; corría a orillas del lago, corría por la tierra y el lodo, corría por las espinas: nunca se desvió de su camino.
Su ideal era que todos siguieran su ejemplo. Encontrarse en pleno contacto con nosotros mismos era la filosofía que siempre intentó propagar en todo lado donde llegaba a charlar.
Una tarde, recuerdo aquella tarde de Diciembre, enfermó fuertemente. Su mirada parecía apagada, y su semblante deslumbraba preocupación.
Más que temer por simplemente avanzar, temía dejar su trabajo atrás y no poder seguir luchando; detestaba la idea de no poder volver a correr.
Aquella noche, al final del mes, me pidió que me acercara. Casi en susurros, pues era la única forma de expresarse, me recitó un pedazo de un poema que hacía muchos años había escrito.
Sería mentir si les dijera que recuerdo cada estrofa, pero sí recuerdo los últimos versos que en su lecho de muerte me recitó, decían masomenos:
"En cada sonrisa se despierta la ilusión
y se descobija de un sueño la felicidad,
escribiría cada noche una canción
que te permita morir con tranquilidad."
y se descobija de un sueño la felicidad,
escribiría cada noche una canción
que te permita morir con tranquilidad."
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