sábado, 11 de diciembre de 2010

Instantes.


Era tarde. No sabía si tarde por la posición del Sol en el cielo; o tarde por el momento que se había vencido contrareloj.

Llovía. Las gotas como punzadas, carcomiendo en tu mirada el deseo de crecer; de avanzar. Y por instantes pensé que entendías.

Un Enero. Compartías con las personas que más querías los planes que un nuevo año te traían. Con costos me escuchaste cuando te hablé al oído.

Dormías. Y cuando te fui a despertar decidiste seguir soñando con aquél lugar en el que eras la dueña del paisaje, y pintabas hermosos cuadros con lienzos de esperanza.

Un calor insportable. Justo como el que siempre viene después de la lluvia; esa sensación agotante que le estorba al respirar una nostalgia; un lamento que no tuvo voz.

Te desperté. Quería que supieras que no me había ido; pero ni siquiera recordabas que ahí estaba; fría y austera. Supe que en el fondo no me querías.

Lágrimas en tus ojos. Las limpié con la delicadeza que tiene el rocío en la primavera. Un suspiro del viento por alcanzar en el tiempo, el deseo cobarde de perdonar lo imperdonable.

Aquella cuesta empinada. La que sentías que no podías alcanzar; te cargué en mis hombros hasta que llegaras al final. Nunca agradeciste; al menos nunca lo demostraste.

Son tantos momentos, las razones que le dan sentido al presente; un pensamiento bizarro que no encuentra espacio en pestañear.

Si supieras que de todos soy el que más te aprecia; el que te proteje de los que atacan tus sueños. Soy quien dedica en pensamientos, caricias.

Ahora solo me queda entender lo que nunca quise entender. Y quitarle la razón al estúpido corazón. Solo pido que quede guardado en un rincón de tus recuerdos; aquellos días donde sonreír se volvía eterno.

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