Son historias descobijadas en las noches de silencio, cuando se contaban leyendas ya borrosas en las mentes de los trovadores de la época. Pero es que en el juego del destino no existen trucos ni sorpresas, y el futuro toma café con el presente.
Son relatos de amor de una época antigua, cuando el río cantaba a las noches, y las estrellas bailaban alrededor de la luna. Son suspiros que endulzan el paladar de la vida.
En una época no muy lejana, en un pueblo envuelto por el esplendor de un amanecer, existía un reino antiguo de importante linaje. La fecha marcaba 19 del octavo mes y el nacimiento de la princesa hacía sonar la campana del castillo, sonido resquebrajado y con eco profundo en el corazón de las montañas.
Es de recordar que ese día los ríos corrían más rápido, los peces bailaban al ritmo de la corriente, el sol brillaba más y la brisa tenía un aroma especial. No era un día cualquiera. La heredera del trono acariciaba por primera vez la vida, y la arropaba un abrazo materno.
Sus ojos abrieron la puerta de su alma, y un silencio reinó en el salón. De pronto un llanto acelerado arremetió contra la incertidumbre y las lágrimas de felicidad aparecieron.
Su sonrisa era capaz de iluminar la más grande oscuridad, su rostro era fiel reflejo de lo que la gente en aquella época llamaba “ángeles”.
No muy lejos de ahí, en una pequeña villa, un niño de no más de 3 años jugaba a orillas del río. Ojos grandes, tez blanca, sumamente inquieto y extremadamente llorón. Si tan solo el destino nos permitiese observar una maqueta de su plan, si tan solo la vida pudiera conversar una tarde lluviosa con nuestros corazones.
Quién iría a imaginar las sorpresas que están guardadas en ese baúl tan buscado por todos que llaman felicidad. Son vueltas que da el camino, son pinceladas de amor con tintes de un sueño.
Aquél día este niño perdió su mirada en el fondo del río, y una fuerte brisa acarició su rostro. En instantes cerró los ojos y sin darse cuenta cayó dormido en el césped, con los pies dentro del agua y la cabeza apoyada en una piedra.
Conforme pasaban los años, la princesa crecía en medio de dificultades. Paso a paso su personalidad iba siendo fabricada por cada experiencia. Sus metas se definían lentamente, y sus sueños los pintaba con tintas imborrables en su corazón.
Era decidida, de carácter fuerte, una mujer de principios; en pocas palabras, era una mujer digna de ser la heredera del reino. Su capacidad humana e intelectual iban más allá de las expectativas, y sus decisiones y actitudes del día a día la iban convirtiendo en una líder y un ejemplo a seguir para las demás jóvenes del reino.
Muchos hombres de sangre azul la cortejaron. Por años resistió el ataque de falsos caballeros que intentaban engañar a un corazón sincero con sus palabras de Don Juan.
Sin embargo, ella no había sentido en su corazón, ese latir especial que se siente cuando se está en presencia del amor de su vida; ese olor único que hace química en los enamorados y que es capaz de hacer milagros; esa sonrisa inquieta y nerviosa; esas noches desveladas pensando en su amor.
Quince eran los años que habían pasado desde aquel día glorioso en donde las mañanas comenzaron a saber más dulces, y los atardeceres se convirtieron en caricias a los labios.
La princesa, más preciosa que nunca, decidía por primera vez salir del castillo, pues se le tenía prohibido por razones de seguridad. Con fuerte protección y en un intento de parecer una persona común, la princesa comenzó a caminar por aquellos largos y polvosos caminos que dibujaban aquel pequeño pueblo.
A lo lejos miró un río, cansada y acalorada caminó hacía él. Su latir se intensificó; un dulce olor a miel calmó su rostro extrañado, y sonrió.
Ochenta eran los años que habían pasado ya desde aquél día glorioso, y ahí, a orillas del río, un anciano acostado, con los pies dentro del agua y la cabeza apoyada en una piedra, abría los ojos luego de descansar, y a su lado, la princesa del reino, su esposa, lo miraba con una sonrisa inquieta, y un beso le dio.
Son relatos de amor de una época antigua, cuando el río cantaba a las noches, y las estrellas bailaban alrededor de la luna. Son suspiros que endulzan el paladar de la vida.
En una época no muy lejana, en un pueblo envuelto por el esplendor de un amanecer, existía un reino antiguo de importante linaje. La fecha marcaba 19 del octavo mes y el nacimiento de la princesa hacía sonar la campana del castillo, sonido resquebrajado y con eco profundo en el corazón de las montañas.
Es de recordar que ese día los ríos corrían más rápido, los peces bailaban al ritmo de la corriente, el sol brillaba más y la brisa tenía un aroma especial. No era un día cualquiera. La heredera del trono acariciaba por primera vez la vida, y la arropaba un abrazo materno.
Sus ojos abrieron la puerta de su alma, y un silencio reinó en el salón. De pronto un llanto acelerado arremetió contra la incertidumbre y las lágrimas de felicidad aparecieron.
Su sonrisa era capaz de iluminar la más grande oscuridad, su rostro era fiel reflejo de lo que la gente en aquella época llamaba “ángeles”.
No muy lejos de ahí, en una pequeña villa, un niño de no más de 3 años jugaba a orillas del río. Ojos grandes, tez blanca, sumamente inquieto y extremadamente llorón. Si tan solo el destino nos permitiese observar una maqueta de su plan, si tan solo la vida pudiera conversar una tarde lluviosa con nuestros corazones.
Quién iría a imaginar las sorpresas que están guardadas en ese baúl tan buscado por todos que llaman felicidad. Son vueltas que da el camino, son pinceladas de amor con tintes de un sueño.
Aquél día este niño perdió su mirada en el fondo del río, y una fuerte brisa acarició su rostro. En instantes cerró los ojos y sin darse cuenta cayó dormido en el césped, con los pies dentro del agua y la cabeza apoyada en una piedra.
Conforme pasaban los años, la princesa crecía en medio de dificultades. Paso a paso su personalidad iba siendo fabricada por cada experiencia. Sus metas se definían lentamente, y sus sueños los pintaba con tintas imborrables en su corazón.
Era decidida, de carácter fuerte, una mujer de principios; en pocas palabras, era una mujer digna de ser la heredera del reino. Su capacidad humana e intelectual iban más allá de las expectativas, y sus decisiones y actitudes del día a día la iban convirtiendo en una líder y un ejemplo a seguir para las demás jóvenes del reino.
Muchos hombres de sangre azul la cortejaron. Por años resistió el ataque de falsos caballeros que intentaban engañar a un corazón sincero con sus palabras de Don Juan.
Sin embargo, ella no había sentido en su corazón, ese latir especial que se siente cuando se está en presencia del amor de su vida; ese olor único que hace química en los enamorados y que es capaz de hacer milagros; esa sonrisa inquieta y nerviosa; esas noches desveladas pensando en su amor.
Quince eran los años que habían pasado desde aquel día glorioso en donde las mañanas comenzaron a saber más dulces, y los atardeceres se convirtieron en caricias a los labios.
La princesa, más preciosa que nunca, decidía por primera vez salir del castillo, pues se le tenía prohibido por razones de seguridad. Con fuerte protección y en un intento de parecer una persona común, la princesa comenzó a caminar por aquellos largos y polvosos caminos que dibujaban aquel pequeño pueblo.
A lo lejos miró un río, cansada y acalorada caminó hacía él. Su latir se intensificó; un dulce olor a miel calmó su rostro extrañado, y sonrió.
Ochenta eran los años que habían pasado ya desde aquél día glorioso, y ahí, a orillas del río, un anciano acostado, con los pies dentro del agua y la cabeza apoyada en una piedra, abría los ojos luego de descansar, y a su lado, la princesa del reino, su esposa, lo miraba con una sonrisa inquieta, y un beso le dio.
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